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Immortality

A lo largo de los siglos, el arte de contar historias —como entidad independiente o siendo dirigida por la voluntad humana de comunicarse— ha encontrado muchas maneras de generar miedo, de que la inquietud que evoca un relato se transmita del emisor al receptor, pero pocas tan efectivas como la sensación de estar viendo algo prohibido. ¿Dónde se ocultó ese algo para que nadie pudiese encontrarlo, y quién fue capaz de hacerlo? ¿Quién, además, decidió que aquello no debía ser visto? ¿Por qué motivo? ¿Y qué hay del castigo que recibiremos por romper con nuestra mirada esa prohibición? La narrativa deliberadamente difusa que rodea aquello que no debe ser visto hace que surjan preguntas sin respuesta, y es precisamente en esos huecos desprovistos de información donde se cocina la incertidumbre del que no quiere saber, pero no puede evitar sospechar.

El punto de partida de Immortality, el nuevo juego de Sam Barlow, es uno tan sugerente como poco convencional. Desde que el título se mostró por primera vez hasta su fecha de lanzamiento, la premisa del juego se ha planteado con intencionada ambigüedad, ofreciendo la información con cuentagotas y reduciéndola a cuatro sencillas frases: Marissa Marcel is gone. Her movies, lost. Solve the mystery. What happened to Marissa Marcel? Este marco de referencia nos desafía a resolver un misterio que ni siquiera termina de formularse. ¿Quién es Marisa Marcel? ¿Dónde está? ¿Sigue viva? ¿Por qué se perdieron sus películas? Todas estas preguntas son cuestiones que podrían o no incluirse dentro de la principal, pero que el juego decide muy acertadamente no revelar. Así, con el morbo y la curiosidad como principales fuerzas motrices, empezamos a sumergirnos en las profundas aguas de Immortality.

Efectivamente, las tres películas que protagonizó Marissa Marcel están perdidas. Por motivos que de entrada desconocemos, ninguna llegó a estrenarse en su momento, de modo que lo que podría haber sido la carrera estelar de una actriz revelación terminó reduciéndose a vaticinios de grandeza y una suerte de leyenda urbana. Más de 20 años después de que Marcel desapareciese de la faz de la Tierra, sin embargo, Immortality nos ofrece la verdad en bandeja de plata. O, más bien, la posibilidad de conocer esa verdad. El metraje de esas tres películas, que durante mucho tiempo se consideró desaparecido y perdido para siempre, cae ahora en nuestras manos. Las respuestas están ahí, solamente hay que atreverse a verlas.

Al igual que con los anteriores títulos de Sam Barlow, todo comienza con un único vídeo. Eso y, por supuesto, la mecánica principal. En Her Story disponíamos de un buscador muy rudimentario que permitía filtrar vídeos introduciendo palabras o conceptos clave, y Telling Lies añadía a este mismo funcionamiento la opción de detener, ralentizar y acercar las grabaciones. Immortality, sin embargo, propone un salto algo más complejo y elimina el buscador de texto en pos de la exploración visual. En todo momento podremos manipular las grabaciones como si de una mesa de edición se tratase: pararlas, por supuesto, pero también tirarlas hacia delante y hacia atrás, alterar su velocidad, e incluso moverlas fotograma a fotograma. Cuando veamos algo que nos llame la atención, podremos hacer click sobre ello, y entonces el juego nos llevará a otro clip donde aparezca ese mismo algo. Pinchar sobre una fruta nos moverá a otra, del mismo modo que una caricia nos llevará a otra muestra de afecto. Si el gap temporal entre las grabaciones de los dos vídeos es de un par de días o de treinta años, eso es algo que solamente el algoritmo sabe y que nosotros nunca alcanzaremos a controlar.

Así, movidos por una especie de flujo, iremos rebotando de un fragmento a otro, de grabaciones finales a ensayos de escenas o lecturas de guion, pasando por imágenes entre bastidores, audiciones y otros eventos que orbitan alrededor del rodaje. El vaivén de épocas y ambientaciones puede resultar confuso, pero poco a poco iremos formando una nebulosa mental, cada vez más densa en conceptos y conexiones que, aunque nunca muy específicas, nos irán dando una idea general de esa etapa de la vida de Marcel. Rebotando entre rostros cada vez menos ajenos, navegando archivos privados de la luz del Sol durante décadas, nos agarramos a puntos de referencia relativos y nos vamos empapando de lo que presuntamente podríamos llamar respuestas. Algo así como el típico tablero detectivesco lleno de post-it e hilos rojos relacionando conceptos, pero flotando en nuestro neocórtex. A medida que avanzamos, sin embargo, advertimos que todo ese conocimiento de la obra de Marissa Marcel no nos acerca a responder el interrogante sobre su paradero actual. Los vídeos aportan mucho contexto, pero apenas nos dan texto con el que trabajar. Ese mismo empapamiento del que antes nos enorgullecíamos se vuelve engorroso, pesado. Las aguas por las que nos movemos se espesan, y el flujo cristalino adviene el lodo más pantanoso. Cada vez resulta más complicado encontrar nuevo metraje, y la frustración abre el paso a la impaciencia y el desespero hasta que, de repente, algo hace click.

En mi caso fue una mezcla entre sospecha, premonición y casualidad. La seguridad de que el juego estaba intentando comunicarse conmigo y varios intentos de explorar más en profundidad algunas escenas, terminaron dando con la tecla acertada y revelando el giro de los acontecimientos. Es entonces, cuando el juego realmente se muestra tal y como es, que podemos empezar a medirnos con él. No me atrevería a decir que Immortality comienza en ese punto, porque todo el ejercicio de investigación hasta ese momento mantiene su valor y porque el tiempo invertido hace más impactante esta revelación, pero sí es a partir de aquí cuando la conversación que mantenemos con Barlow empieza a desarrollarse entre iguales.

Hasta ahora, los juegos de Sam Barlow seguían una estructura narrativa muy acorde con el patrón de las historias de detectives. Durante las primeras horas, su trama se muestra críptica, con una cierta aura paranormal envolviendo su misterio principal, incluso. Pero tras mucha investigación e incontables pesquisas, la gran revelación descubre que, en realidad, existe una explicación para todo y que, efectivamente, habíamos caído en la trampa del autor. Un Oscar a la película que te has montado y a funcionar, figura. En Immortality, sin embargo, Barlow invierte esta estructura en pos de explorar un patrón mucho más acorde con el thriller o el terror psicológico.

Igual que sus predecesores, desde sus primeros compases el juego nos imbuye en una mentalidad detectivesca. Los nuggets de información llegan sin orden ni contexto, y depende enteramente de nuestras facultades encontrarles un lugar en el mosaico. Sin embargo, si bien los acontecimientos de la vida de Marissa Marcel pueden tildarse de peculiares, es complicado encontrar fragmentos de vídeo que muestren eventos desconcertantes o inexplicables. No es hasta la revelación del plot twist que las cosas se vuelven turbias. El giro de la trama recontextualiza gran parte de nuestros descubrimientos y nos muestra otra manera de mirar aquello que habíamos estado viendo, una más arcana e inquietante. Tal y como ocurría en la literatura lovecraftiana, en Bloodborne, y en cualquier otra historia que trate sobre lo oculto, el ojo inexperto con frecuencia no es capaz de comprender aquello que percibe. Es necesario mirar con conocimiento si queremos alcanzar a ver aquello que no se nos muestra, pero debemos estar preparados para enfrentarnos a terrores que no fueron concebidos para ser vistos.

Puede que penséis que con las últimas líneas del párrafo anterior me he flipado de más, y en realidad os lo compro. Al fin y al cabo, hacer referencia en un artículo al notas de Providence clasifica automáticamente ese texto como pedante. Pero lo cierto es que la deconstrucción del género detectivesco que hace Immortality lo acerca a un terror sofisticado, mucho más visceral, que cocina su tensión a fuego lento pero constante y que no te suelta hasta que es demasiado tarde para escapar.

Gran parte de esas sensaciones se proyectan en nosotros gracias a la ambientación, esa gran aliada de toda buena historia de terror. A pesar de no transcurrir en una localización (toda la acción del juego ocurre, recordemos, en un editor de vídeo, así que es imposible sentirse parte de un lugar físico mientras jugamos), la atmosfera que se crea alrededor de Immortality es opresiva, como si el aire que respiramos mientras jugamos se fuese volviendo progresivamente más denso, cada vez más difícil de inhalar y más doloroso de expulsar. Se crea un ambiente inmersivo, que no nos traslada a un espacio concreto, pero sí nos aísla de nuestro alrededor, eliminando por completo todo aquello que nos rodea y dejándonos a solas con los vídeos que se reproducen en la pantalla. Es así, reduciendo la inmensidad del universo al monitor que tenemos delante, como el título consigue hablarnos directamente a nosotros, jugadores, con rupturas de la cuarta pared tan penetrantes como memorables.

El tipo de tensión que maneja Immortality es una que nos hace sentir especialmente expuestos, y es interesante reservar la parte final de esta reflexión para considerar ese aspecto. En videojuegos con un gameplay más tradicional como, por ejemplo, un survival horror al uso —pienso en Resident Evil 2, pero escoged vuestro preferido— aunque la ambientación y los eventos puedan ponernos en tesituras peliagudas, saber qué hay que hacer para avanzar resulta sencillo. Si la fuente del mal rollo es un enemigo, debemos atacarle o intentar neutralizarlo de algún modo. Si es un lugar, tendremos que avanzar en la historia hasta dejarlo atrás. En Immortality, sin embargo, somos espectadores, y no podemos condicionar el desenlace de unas cintas que muestran eventos grabados hace años. Como decía el rey del perreo, lo que pasó, pasó. Nuestro rol de testigo reduce enormemente la interactividad posible, limitando también las herramientas de las que disponemos para combatir aquello que nos asusta. No solo eso, sino que la posición de seguridad que suele ofrecer esta distancia, algo más cerca del voyeur dentro del terror, queda también neutralizada por esos momentos en los que el título nos agarra de la solapa y nos habla mirándonos a los ojos. Se trata, por tanto, de un ejercicio interesantísimo donde reduciendo la interactividad —decisión siempre complicada, pero especialmente polémica en los juegos de Sam Barlow— se consigue poner al jugador en una situación de vulnerabilidad por partida doble, sin nada tras lo que esconderse y totalmente expuesto a la merced del autor.

Esos momentos, heladores de sangres y desencadenantes de sudores igualmente gélidos, son los que muestran a Immortality como lo que realmente es: una visión inquietante que nos recorre la espalda con un pronunciado y extenso escalofrío. Un ruido ensordecedor que lentamente va subiendo de volumen hasta que se detiene de golpe, pero también el silencio resultante. Una mirada que nos atraviesa y que nos hace sentir una necesidad visceral de girarnos, con la certeza absoluta de que detrás encontraremos una imagen que por nada del mundo querríamos ver. Algo que, en definitiva, no fue ideado para ser visto, sino para advertir del peligro a aquellos que se atreven a traspasar los límites de lo prohibido.

Américo Ferraiuolo

Ambientólogo, camarero, y videojuerguista en porcentajes todavía por establecer. En un estado difsuso entre lo emo y lo hipster. Me encantan los cómics de autor, los insectos, My Chemical Romance y el café ardiendo. Escribo y juego tumbado, normalmente desde Barcelona.

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