
Cuando hablé con Américo en relación a publicar algo “especial” por el aniversario de Gameno, el tema de cómo nos relacionamos hoy día con los videojuegos surgió casi como primera opción y ambos estuvimos de acuerdo en que podía ser interesante. Es algo a lo que le doy vueltas porque me obsesiona el hecho de disfrutar del mismo ocio de cuando era un niño, a ser posible de la misma manera. No descubro nada nuevo cuando sentencio que no es posible, al menos la mayoría de las veces. Por mil historias. Aún así, de alguna manera, cuando admiro la pantalla de inicio o los créditos de un juego por primera vez, llega a casa una consola nueva, hago un takedown bastante guapote o me presentan a un personaje que parece que va a encajar conmigo, vuelvo a esos días de los 90. Pero aunque duela un poquito admitirlo y me deje alguno que otro, no hay muchos momentos más de retrospección.
Lo que antes ocupaba todo el fin de semana, respetando las horas para alimentarse y dormir —no es broma. Aunque era una reprimenda, recuerdo con cierto cariño las 16 horas que dieron como resultado los cálculos de mi padre intentando adivinar cuantas horas había pasado delante de la pantalla—, y más horas de las que debía entre semana, ahora se han convertido en mi tiempo libre, ese que se define como “lapso que no regentas el trabajo y eludes tus responsabilidades domésticas”. Suena a rendición, pero esta sensación no tiene por qué ser definitiva.

Como muchas y muchos que damos el paso de sentarnos delante del ordenador a escribir sobre el medio, llegó un momento en el que mi naturaleza pidió que la conversación entre el mando y yo llegase a más gente. En un momento vital, e influenciado por el trabajo de la buena gente de Eurogamer, antihype y AnaitGames, decidí salir de mi burbuja y lanzarme a escribir sobre videojuegos. Ahora había un nuevo camino ante mí, y con ello tenía que desarrollar nuevas formas de pensar o jugar. Tocaba sentarse en el sofá, botella de agua a un lado y libreta y bolígrafo al otro. Apuntar todas esas ideas que me venían a la cabeza mientras viajaba por todos esos mundos para después plasmarlas, mostrar la mejor versión que me fuese posible de lo que se me pasaba por la cabeza en el monitor. Y sí, esta frase suena a lo que suena. Esa es mi intención. Escribir en general, y concretamente sobre videojuegos, se acerca a una mejor versión de mí mismo, más cercana a lo que yo quiero y que tanto llevo trabajando en terapia desde hace ya 3 años —sí, lo he forzado, pero me agarro a que cualquier excusa es buena para animaros a cuidaros la salud mental—. En definitiva, el teclado ahora tenía otro sentido más.
3 años desde el paso que explico en el párrafo anterior, pero solo 8 meses desde que me independicé. Esto supone más labores en casa, sí, pero todo el espacio doméstico disponible para jugar. Tanto y como quiero, sin invadir el sofá de nadie y mis pensamientos tienen todo el espacio del mundo. Hoy día no solo consumo más videojuegos que nunca, si no que de la manera y con la mentalidad que llevo codiciando y aspirando, en realidad, desde hace mucho.
Si echo la mirada atrás en este escrito es para fijar el contexto en lo verdaderamente importante, pretendiendo que se entienda que son los videojuegos para mí hoy en día y mi relación con ellos. Dicho en otras palabras, no sabría explicarlo de otra manera, sin contaros los orígenes. Lo que era un pasatiempo, el que más disfrutaba, se convirtió en mi sitio seguro. La infancia tiene cosas duras y, cuando el colegio, las amistades o la familia no son como lo pintan y no encontramos una explicación que nos convenza, necesitamos sentirnos útiles. Sin embargo, cuando un amigo te pide que le pases la fase del Jak 3 en la que se ha atascado, y lo superas con facilidad, todo cobra más sentido y las vicisitudes que te rodean se hacen a un lado. En el presente esto se traduce en que cuando tengo un día de mierda en el trabajo, he discutido con mi pareja o una pandemia azota el mundo, en los videojuegos siempre encuentro frenetismo, control y paz al mismo tiempo. Reflexión, soledad, alegría, tristeza y muchas más emociones que se presentan como maestros de los que sacar lecciones que aplicar en la vida real. Burnout, de niño, me enseñó a divertirme, correr, el frenetismo y la competición. Celeste, no hace tanto, a superarme, parar, descansar y respirar. Ambos, a expresarme.
