• Autor de la entrada:
  • Categoría de la entrada:Artículo
  • Tiempo de lectura:13 minutos de lectura

13 de marzo. Oh shit, here we go again. Si me preguntáis a mí, y pidiendo disculpas a quienes celebren hoy su cumpleaños, este es uno de los aniversarios más dramáticos que recuerdo. El 13 de marzo de 2020, el año de las promesas deshechas, Pedro Sánchez aparecía en televisión introduciendo un nuevo concepto para nuestro vocabulario. Confinamiento, cuarentena, o como queráis llamarlo, el caso es que tocaba quedarse en casita por un tema. Una decisión sin precedentes, algo que sonaba propio de esas películas que en los 80 imaginaban un siglo XXI pseudo-cyberpunk, pero traído al mundo de carne y hueso. No sé cómo de escépticos fuisteis ante la afirmación de que esa situación solamente duraría quince días, pero yo debo confesar que me lo creí. Y cincuenta semanas después de las prometidas inicialmente, aquí seguimos, flotando en un paréntesis que no termina, habiendo abandonado toda relación con la ya borrosa antigua normalidad. La nueva, por su parte, ofrece crispación social, desesperación por el futuro, y mucha frustración —además de negacionistas y fascistas, siempre listos para terminar de sazonar la receta—.

Total, un circo. ¿Y qué sacamos de todo esto? Quiero decir, sin pretender sonar empalagoso, cierto es que de todo podemos aprender algo, y más todavía de las situaciones radicales. Pero ¿aquí? ¿Qué lección nos llevamos de este último año? A ver, a mí no me miréis cuando articuléis esa primera persona del plural, porque ni soy ni quiero ser el más indicado para hablar. Pero más allá de los conocimientos y las habilidades adquiridas en estos meses de incrementado tiempo libre, diría que nos hemos podido conocernos mejor a nosotros mismos. Y, si no en términos generales, sí hemos encontrado nuevas facetas de nuestro ego, o el tiempo suficiente para reflexionar sobre por qué a veces hacemos depende qué cosas. Cosas como, por ejemplo, jugar a videojuegos.

Aunque puede que esa no sea la forma correcta de expresarlo. Quiero decir, si acudimos a la ficción interactiva es porque nos gusta, ¿no? Porque obtenemos de ella algo que nos resulta estimulante, ya sea desafío, conocimiento, o simplemente entretenimiento. Y aunque podríamos diseccionar estos procesos a un nivel mucho más técnico y liarnos a decir cosas como proteínas, neurotransmisores, y receptores sensoriales, ni yo estoy aquí para hacerlo ni vosotros habéis llegado buscando eso. Así que, reformulando un poco la tesis inicial pero sin salir demasiado de su rango de acción, propongo que hablemos sobre cómo hemos estado jugando a videojuegos este último año.

La forma en la que un ser vivo interacciona con el medio en el que se encuentra depende de muchas variables, pero todas pueden clasificarse dentro de dos categorías: factores externos y factores internos. Es decir, que nuestro modo de relacionarnos con aquello que nos rodea depende tanto de nuestra situación como de la del entorno. En el caso concreto de jugar a videojuegos durante 2020, podríamos considerar como factores externos relevantes el aumento de tiempo libre por las consecuencias de la pandemia (restricciones de movilidad, disminución de alternativas para el ocio fuera de casa, cambio en las rutinas de trabajo o estudio, etcétera), así como el panorama actual de la industria (lanzamientos de títulos y consolas, ofertas recurrentes y promociones de juegos gratis, e incluso las estrategias de diseño que siguen los juegos). Las listas podrían alargarse muchísimo, pero quiero pensar que ya me entendéis. Todas estas circunstancias crean un caldo de cultivo concreto, pero la forma en la que cada uno reacciona a él depende de la otra mitad de la ecuación, de los factores internos.

Cosas como la economía personal, la posesión de qué plataformas, o las ganas de jugar a un género u otro son circunstancias de las que claramente depende nuestra forma de conectar con los videojuegos, pero además es necesario tener en cuenta relaciones más profundas. Por ejemplo, no todos reaccionamos igual a los cambios, ni tenemos la misma capacidad para gestionar la ansiedad que estos nos pueden provocar. Si hacéis un poco de memoria, recordaréis cómo durante los primeros meses de pandemia las redes sociales se inundaron de pueblecitos wholesome, de anécdotas con vecinos entrañables y de madrugones domingueros para la venta de nabos. Gracias a Animal Crossing: New Horizons, millones de personas se sintieron menos solas en momentos de aislamiento y pudieron transportarse a un lugar tranquilo, lleno de colorines y buena vibra. Está claro que el título de Nintendo es mucho más que simple escapismo, pero también es innegable que supuso una vía de escape perfecta en el momento que más la necesitábamos.

En la otra cara de la moneda estaría Doom Eternal, que lanzándose el mismo día que Animal Crossing ofrecía un planteamiento diametralmente opuesto para lidiar con las mismas negatividades. Matar demonios a una velocidad de locura, con visceralidad por doquier y musicote a todo volumen supuso para muchos jugadores un torbellino, una vorágine para los sentidos donde descargar rabia y frustración. Un acto de desahogo puro. Como aquello de ponerse la almohada en la cara y gritar a pleno pulmón, pero celebrándolo con fuegos artificiales.

Sin embargo, del mismo modo que no todos acudimos al mismo tipo de videojuegos cuando nos sentimos mal, tampoco todo el mundo establece la misma relación con ellos bajo estas circunstancias. Hasta ahora hemos hablado de aburrimiento, de ansiedad, y de aislamiento, pero falta por mencionar otra de las emociones más recurrentes durante este último año: la necesidad de sentirse productivo. Ya sea por haber perdido el trabajo, por la obligación de cerrar su negocio, o por un cambio drástico en la rutina, muchos empezaron a sentirse poco productivos tras las medidas tomadas hace justo un año. Verse como un cero a la izquierda, como un lastre que ni produce ni aporta, ha sido una carga dura para mucha gente. Y, como podréis imaginar, una buena parte de esa gente, entre los que me incluyo, acudimos a los videojuegos en busca de refugio.

A partir de aquí, y con vuestro permiso, me apoyaré en mi propia experiencia para ilustrar lo que quiero decir.

Sin lugar a dudas, este ha sido el año que más videojuegos he completado. Esto, de primeras, no debería tener una connotación negativa, porque significa que ha sido un año de expandir mis horizontes como jugador y de descubrir obras maravillosas. Sin embargo, el mindset con el que he afrontado la mayoría de estos títulos sí ha sido poco saludable. De una forma más consciente de lo que me gustaría admitir, me he empujado a mí mismo a una especie de carrera por completar cuantos más juegos mejor, en busca de sentirme realizado y, por qué no decirlo, útil. Estoy hablando de la adicción al pequeño boost de serotonina que sentía al tachar un nombre de la lista de pendientes, y de autoengañarme pensando que si me agarraba a ese clavo ardiendo me sentiría más productivo.

Es cierto que este año he escrito mucho, y que una cierta parte de esos juegos me han servido para preparar nuevos textos, pero en realidad esto tiene más de excusa que de justificación. La mayoría de títulos listados en mi hilo de 2020 no han aparecido en ningún artículo que yo haya tecleado, y si lo pienso mi objetivo principal siempre fue el sentir que estaba avanzando, que mi vida no estaba parada porque joder, estaba terminando muchas de las cosas que tenía pendientes. Ciclo de retroalimentación positiva, lo llaman, aunque también se lo conoce como círculo vicioso. Buscas terminar juegos para sentir que estás haciendo algo, pero una vez se pasa la excitación de haber visto unos nuevos créditos, una especie de Pepito Grillo te recuerda que las cosas no han cambiado, así que cada vez te enfrascas más en esa rueda que termina girando ella sola por pura inercia.

Con esto no digo que me arrepienta de jugar a lo que he jugado, ni pretendo sugerir que nadie en mi situación deba hacerlo. De hecho, al contrario. En lo personal, he descubierto muchos videojuegos que me han encantado, y precisamente lo que me entristece cuando echo la vista atrás es el haberlos completado con esa perspectiva de automatismo, de jugar para terminar. Tengo la certeza de que podría haber disfrutado más de muchos de ellos si los hubiese jugado de otra manera, sin pensar tanto en el número de horas que marcaba howlongtobeat. A veces incluso escogiéndolos en función de su duración para ver cuáles podía terminar antes. En definitiva, mi punto no es necesariamente dedicarle más horas a cada juego ni jugar a menos títulos, sino hacerlo de una forma menos ansiosa, más consciente, disfrutando más de la obra y sin tener tan en cuenta las horas restantes para empezar la siguiente.

Así que ahora, de nuevo a 13 de marzo, echo la vista atrás y no sabría decir si las cosas están mejor o peor. La incertidumbre y la frustración siguen controlando las calles, y aunque empiezan a asomar algunos rallos de esperanza, también la rabia y el hastío están más presentes que nunca. La olla a presión social no para de calentarse, y cada día está un poco más cerca de estallar. ¿Hay algo que podamos hacer para evitar el colapso? ¿Deberíamos siquiera intentarlo? No lo sé. Ya he dicho que ni soy ni quiero ser el más indicado para hablar. Pero, irónicamente, llevo un buen rato sin parar de escribir, y como no me gustaría que entre tanta verborrea se perdiese el mensaje realmente importante, me voy a tomar la libertad de repetirlo una vez más. Pese a todo lo malo, ha quedado patente que los videojuegos pueden ser un lugar muy válido al que acudir cuando necesitamos un respiro. Y queda también demostrado que, si el acercamiento no es obsesivo, los resultados pueden ser tremendamente positivos. Así que quedémonos con eso, con lo bonito. Valoremos aquello que nos ha permitido seguir adelante y disfrutémoslo con respeto. Así, con un poco de suerte, llegaremos al segundo aniversario de este fatídico día habiendo aprendido que la meta no es jugar más, es jugar mejor.

Canela bailarina

(La imagen que encabeza esta entrada está extraída de la portada del vídeo DOOM CROSSING: Eternal Horizons, de The Chalkeaters.)

Américo Ferraiuolo

Ambientólogo, camarero, y videojuerguista en porcentajes todavía por establecer. En un estado difsuso entre lo emo y lo hipster. Me encantan los cómics de autor, los insectos, My Chemical Romance y el café ardiendo. Escribo y juego tumbado, normalmente desde Barcelona.

Deja una respuesta