
tender
Cierro la revista y me pongo la mascarilla. Preparo la T-10 y, cuando se acerca el autobús, llamo su atención con un movimiento oscilante de mano. Se trata del L97, mi viejo amigo. Durante cuatro años me estuvo llevando a la universidad cada día, justificando mi característica impuntualidad y mi poca habilidad para madrugar con retenciones en la autopista y atascos de 45 minutos. Partners in crime de manual. Ahora, tres años después de haber terminado la carrera, lo pillo en sentido contrario para ir a servir mesas en el restaurante de mis padres. Son las 19:38 del viernes por la tarde. Llego justo, pero llego.
Al subir, intercambio una mirada cómplice con el conductor, y una leve inclinación de cabeza expresa un saludo que a ninguno de los dos nos apetece articular. Mientras pico el billete intento, con cierto disimulo, memorizar su cara para reconocerle la próxima vez que lo vea conduciendo. Llevo desde los 15 años cogiendo el autobús y, hasta el momento, he recordado un total de cero rostros del personal del Transporte Metropolitano de Barcelona. Los números no hablan a mi favor, pero yo lo sigo intentando. Alguna vez tiene que ser la primera, y hoy me siento optimista. De vuelta al presente, un rápido vistazo al interior del vehículo revela que estoy de suerte: el L99 debe haber pasado hace poco, porque el autobús va prácticamente vacío. Con toda la desgana del mundo y sin ninguna intención de ocultarla, guardo la cartera, me quito la mochila, y procedo a aplastarme en la primera dupla de asientos libre que se cruza en mi camino.
Tras este lamentable espectáculo, patrocinado por el cansancio del pluriempleo y por un calor que te puto mueres, cierro los ojos y me masajeo levemente las sienes con la mano izquierda. ¿Bajada de azúcar? ¿Agobio por el ruido taladrante del aire acondicionado del autobús? ¿Migraña? Sí a todo. Mientras tanto, la mano derecha no pierde el tiempo y se lanza sobre el bolsillo de mis vaqueros en busca del teléfono, casi por inercia. Con el dispositivo accesible y perfectamente operativo, abro los ojos, desbloqueo la pantalla y rebusco, perezoso, en el desplegable de notificaciones hasta que doy con una que llama mi atención. Barry, un chaval la mar de mono con el que llevo hablando algunos días, me ha escrito por Tender, así que abro la aplicación y respondo a su chistecillo con una mamarrachez equivalente. Intercambiamos un par de frases más, pero al poco Barry se desconecta, así que me dirijo a la pantalla de chats y reviso los mensajes pendientes de responder. Son las 19:43 y el autobús se para en un semáforo en rojo.
Ahí, la colección de conversaciones no es especialmente alentadora: las que no se han encallado en la indiferencia recíproca, se dirigen a ese mismo punto muerto cuesta abajo y sin frenos. La conclusión es inequívoca: las apps de citas no son lo mío, y Tender, a pesar de su condición de simulador, no corre una suerte muy distinta. Aun así, tengo que admitir que es divertido intercambiar mensajes con los personajes que el título presenta. Así que, mientras espero a que Barry vuelva a conectarse, decido regresar a la casilla de salida. Mi mejor opción, dadas las circunstancias, es swipear un poco, repartir algunos likes y, con algo de suerte, encontrar un match.

Comfortix, el planeta ficticio donde se contextualiza la magia del ligoteo de Tender, está habitado por alienígenas de distintas especies —desde dragones del tamaño de una montaña hasta criaturas unicelulares—. Todos los habitantes de la galaxia que deciden formar parte del programa Tender se trasladan a este astro. De esta manera, la distancia nunca supone un problema para quedar con nuestras parejas, pero a la vez se plantea un escenario donde todes somos diferentes y nadie es realmente natural del lugar. Este marco contextual, pienso acunado por las maniobras bruscas del autobús, cumple una doble función muy interesante. Por un lado, los diseños alienígenas deliberadamente alejados de los cánones de belleza normativos remarcan la idea del atractivo físico como un concepto abstracto y subjetivo. Por otro, que todes les usuaries de la app sean considerades aliens (yo incluido) evidencia de una manera especialmente explícita las sensaciones de distancia y desconexión que con frecuencia acompañan al swipe en estas aplicaciones. Lo que me devuelve la mirada cuando centro los ojos en la pantalla es, literalmente, ajeno a mi mundo, y recortar la distancia física no tiene por qué hacerme sentir más cercano.
Así, repartir me gusta sigue siendo tan sencillo como lo ha sido siempre. Derecha like, izquierda nope: un lenguaje gamificado que a todes nos es conocido. Sin embargo, a diferencia del resto de apps de citas, el contexto de lo alienígena hace que en Tender sea crucial leer las descripciones de los perfiles para, digamos, distinguir entre un cinamon roll de manual y un capullo criptobro. Invertir más tiempo en decidir la dirección de cada swipe y, con ello, ser más consciente de cada individuo con quien nos cruzamos. Las pocas frases que acompañan a la imagen en cada ocasión resultan orgánicas, sinceras, y de este modo la paradoja se hace evidente: con frecuencia, resulta más sencillo empatizar con los extraterrestres de Tender que con los perfiles de Tinder.

Sea como sea, la estrategia para matar el tiempo funciona, y antes de darme cuenta Barry ha vuelto a escribirme. Como las conversaciones ocurren en tiempo real, en ocasiones hay que esperar para recibir respuestas, de manera que mientras mi interlocutor escribe sus mensajes, aprovecho para re-revisitar su perfil. «Enjoys long walks to the fridge and romantic evenings with Netflix», dice el tronco. Menudo máquina. La conversación fluye con naturalidad durante algunos minutos y, aunque no quiero pecar de presuntuoso, es innegable que entre nosotros se respira ese nosequé que solamente puede describirse como feeling, así que sin pensarlo demasiado me lanzo a pedirle una cita. Para mi alegría, el colega responde que estaría encantado, y me invita a su casa a ver una peli. El calendario de la aplicación se abre automáticamente y, tras revisar de memoria mi semana, acuerdo el encuentro para el domingo a las 18:00. Confirmamos que se vienen cositas.
Según me explicó la propia aplicación cuando la inicié por primera vez, el visado que me han concedido para permanecer en Comforfix es temporal. En cuanto haya tenido diez citas, independientemente del resultado de estas, el permiso de residencia expirará y mi perfil quedará eliminado. Con este detalle brillante, Tender hace explícita la necesidad de las aplicaciones de citas por renovar constantemente su base de usuarios —ya sabéis, sangre fresca y todo eso— además de añadir una cierta estructura a su progresión. Por mi parte, lamento que este comentario se quede en poco más que eso y no llegue a profundizar en un aspecto tan interesante, pero también debo admitir que la situación me preocupa un poco. La cita con Barry será mi octava, y si las cosas no fluyen con él empezaré a sentirme entre la espada y la pared. Recuerdo lo incómodo que fue mi encuentro con Bertram —mi primer match en la aplicación, un estreno estelar—, o el fracaso total con Dana. Lo de Ron tampoco fue especialmente agradable, y mejor ni mencionar cómo terminaron las cosas con Samuel. Pero esta vez será diferente, ¿verdad? Claro que sí. Puedo sentirlo. Decido, pues, programar un recordatorio en el teléfono para la gran ocasión. Las citas también suceden en tiempo real, y siento que sería de notas perderse esta por un simple fallo de memoria.
Es justo entonces, en el limbo entre cerrar Tender y abrir el calendario del móvil, cuando una bofetada de aire caliente me devuelve a la realidad. Estoy en la Tierra. Más concretamente, en un autobús que acaba de llegar a Castelldefels. Las puertas del vehículo acaban de abrirse, y esta es mi parada. Abrumado por la llegada repentina, recojo los bártulos desperdigados por el asiento de mi derecha y me apresuro a bajar, exclamando un hasta luego que se disipa en el bochorno del ambiente. En cuanto pongo un pie en la calle me sobrecoge la sensación de que me he olvidado algo importante, pero palpo mis bolsillos repasando mentalmente su contenido y me alivia comprobar que, efectivamente, lo llevo todo. Empiezo a andar dirección al restaurante cuando el reloj marca las 19:57, y solo en ese instante me doy cuenta del patinazo: he olvidado por completo la cara del conductor.
Interesantísimo tender, y muy bien hilado el texto. ¡Enhorabuena!