
Érase una vez un pequeño ratón llamado Tilo. Tilo se ganaba la vida como bardo, viajando de ciudad en ciudad entonando melodías con su laúd y junto a su estimada esposa, Merra, que acompañaba sus canciones con hermosos bailes. El roedor cantarín había sido aprendiz del gran bardo Gerardus Lewlin, y junto a él había viajado por innumerables lugares. En uno de sus periplos, Tilo y Gerardus llegaron a una pequeña aldea de agricultores llamada Hamel, lugar donde vivía la linda ratoncita Merra. Los dos viajeros se quedaron en la localidad durante toda a la estación de la cosecha, tiempo suficiente para que el amor floreciese entre Merra y Tilo. Cuando llegó el momento de partir, justo la noche antes a la marcha del maestro y su aprendiz, Gerardus desapareció, dejándole a su querido pupilo su laúd y la posibilidad de comenzar una nueva vida junto a su amada. De este modo, los ratoncitos se casaron y formaron un magnífico dúo que, poco a poco, se fue dando a conocer por los alrededores de Hamel.
La pareja de roedores era feliz. Se querían mucho y, aunque trabajaban de sol a sol y no ganaban muchos florines, disfrutaban de su humilde vida porque se tenían el uno al otro. Un día como cualquier otro, la historia de los murinos músicos llego a oídos del Barón Osdrik, quien exigió que estos acudiesen a sus aposentos para interpretar sus mejores melodías. Una vez allí, sin embargo, Merra se opuso a actuar. La negativa de la bailarina estaba más que justificada, puesto que Osdrik era una rata. A pesar de ser especies hermanas, las ratas habían impuesto su autoridad muchos años atrás gracias a su superioridad física y numérica, desplazando a los ratones a los estamentos más bajos de su sociedad medieval. Y, por si fuese poco, el barón formaba parte de la Pata Roja, el consejo de aristócratas que movía los hilos de aquél injusto régimen. Desgraciadamente, Osdrik no vio con tan buenos ojos la decisión de la ratoncita, así que, en un arrebato de autoridad, mandó encarcelar a Tilo y a su esposa en dos fortalezas diferentes de su inmenso reino, condenándolos a cadena perpetua y separándolos de por vida.

Y así da comienzo nuestra historia, con Tilo aprisionado en uno de los calabozos de la Fortaleza de los Altos Derruina, alejado de su amada y sumido en la más profunda tristeza. Mas su encierro no sería ni mucho menos perpetuo, pues al poco de llegar a su zulo, el ratón recibió, oculta entre su ración diaria de pan, una carta misteriosa que lo citaba en la torre más alta de la fortificación. El escritor anónimo afirmaba poder ayudarle, y las últimas palabras del manuscrito leían «como muestra de que puedes confiar en mí, acompaño esta carta con un pequeño regalo». Junto a la nota, Tilo encontró la llave del portón de su celda. Asustado y confuso, pero impulsado por la necesidad de volver a reunirse con Merra, el bardo se armó de valor para abrir la reja que lo mantenía cautivo y emprender su peligrosa fuga.
Conflictos políticos, corrupción, represión, discriminación, guerras… Las paredes que rodeaban al ratón habían visto terminarse muchas vidas, y tanto en libros abandonados como escuchando a hurtadillas las conversaciones de algunos guardias, Tilo aprendía pinceladas de la historia que siglos antes había azotado aquellas tierras. La arquitectura de la fortificación, por otro lado, era intrincada y complicada de recorrer. Para su mente de ratoncito de campo era difícil orientarse en aquel laberinto de piedra, pero a medida que avanzaba Tilo fue descubriendo pequeños atajos que le ayudaron a actuar sin ser visto.
Él era consciente de que no podía hacer frente a los muchos soldados que patrullaban las inmediateces de la fortaleza, pero también sabía que la confrontación física no era la única vía de escape. Era frágil, pero también astuto, de modo que poco a poco, haciendo uso del sigilo y la picaresca, fue cruzando todos aquellos caminos subterráneos sin ser visto. Registraba todos los rincones, muebles y agujeros en busca de comida, dinero y otros objetos de los que servirse. Botellas que lanzar, sonidos para distraer a los centinelas, escondites en todo tipo de baúles y cajones, e incluso harapos abandonados con los que disfrazarse. De repente, toda estrategia era válida, y la prisión que lo encerraba empezó a cobrar una nueva dimensión, una que le permitía mantener viva la llama de la esperanza. Además, en su cuidadoso avance, nuestro protagonista fue conociendo a otros prisioneros que, a cambio de favores de toda clase, le ofrecieron su valiosa ayuda. Tilo era consciente de que ni armado con toda la truhanería del mundo podría salir solo de allí, pero también sabía que no podía dar ni un solo paso en falso. Confía en quien no debas y tus esperanzas se desvanecerán de un plumazo, pequeño roedor.
Mientras recorría aquellos angostos pasillos, Tilo no reparó en la belleza de las estancias que atravesaba. ¡Suficiente tenía el pobre con esforzarse por evitar que lo volviesen a encerrar! Los sonidos de pasos, el goteo del agua estancada, y el repicar de las armaduras lo mantenían en un estado de concentración absoluta. Pero, una vez consiguió salir de las mazmorras y alcanzó el patio de la fortaleza, por unos momentos se quedó inmóvil, atónito ante una visión que le causó sentimientos diametralmente opuestos. Por un lado, se maravilló al reunirse de nuevo con la anhelada luz del día y al ver cómo esta incidía sobre el mundo dándole un aspecto extrañamente acogedor. Por otro, se le encogió el corazón al darse cuenta de que todavía tenía un largo camino por delante hasta poder escapar de aquel inmenso bastión.
La vegetación cubría buena parte de lo que su rango de visión alcanzaba, todo un conglomerado de murallas, escaleras, y edificios llenos de ojos que únicamente le buscaban a él. La libertad no estaba ni mucho menos cerca. Pero entonces, Tilo alzó la vista y allí, al otro lado del fuerte, vislumbró una figura colosal, que se elevaba hacia el cielo con un ímpetu esbelto finalizado en una elegante punta. «Esa debe ser la torre», pensó Tilo, «ya voy, Merra». Y así, una vez más, Tilo partió en su aventura para reunirse con su amada.
Buena suerte, ratoncito.
